La agricultura extensiva es una de las formas más antiguas y fundamentales de uso del territorio, y al mismo tiempo una de las más debatidas en el contexto contemporáneo de sostenibilidad y seguridad alimentaria. Se caracteriza por la utilización de grandes superficies con baja densidad de insumos y de mano de obra, lo que permite una menor presión sobre los recursos naturales por unidad de área, pero a costa de un mayor requerimiento de espacio. En esencia, es un modelo que prioriza la escala espacial sobre la intensidad tecnológica. A lo largo de la historia, ha sido la base estructural de la expansión agrícola y ganadera, modelando paisajes, economías y sociedades. Hoy, su importancia se redefine a la luz de la crisis ecológica global, donde su aparente ineficiencia productiva se reinterpreta como una posible aliada en la conservación de ecosistemas y la mitigación del cambio climático.
El principio operativo de la agricultura extensiva reside en su baja carga de insumos externos: se aprovechan los recursos naturales del entorno —fertilidad edáfica, lluvias, pastos naturales— sin recurrir de manera intensiva a fertilizantes, pesticidas o sistemas de riego. Este enfoque reduce los costos energéticos y químicos, y genera sistemas agroecológicos más equilibrados. En las regiones donde predomina, como en las vastas llanuras cerealistas, los pastizales y las zonas semiáridas, el manejo extensivo mantiene funciones ecológicas esenciales, entre ellas la conservación del suelo, la infiltración de agua y la regulación del carbono. Así, su impacto ambiental por unidad de superficie suele ser menor que el de la agricultura intensiva, aunque el efecto global depende de la magnitud del territorio que ocupa.
La eficiencia ecológica de la agricultura extensiva no debe confundirse con baja productividad. Aunque el rendimiento por hectárea es inferior al de los sistemas intensivos, su eficiencia en el uso de energía, agua y nutrientes puede ser superior cuando se evalúa el sistema completo. Esto se debe a que los insumos energéticos por unidad de producción son menores y los flujos de nutrientes tienden a cerrarse dentro del mismo agroecosistema. En la ganadería extensiva, por ejemplo, el pastoreo permite el reciclaje directo de materia orgánica y una menor dependencia de concentrados alimenticios derivados de granos, reduciendo el uso indirecto de tierra. La sostenibilidad del modelo no reside en producir más, sino en hacerlo dentro de los límites biofísicos del territorio.
A nivel socioeconómico, la agricultura extensiva cumple una función estratégica. En regiones donde la mecanización y la fertilización masiva no son viables, este modelo garantiza la ocupación del territorio y el mantenimiento de comunidades rurales. Su bajo requerimiento de capital permite la subsistencia de pequeños y medianos productores, especialmente en áreas marginales. En América Latina, África o Asia, la agricultura extensiva mixta —que combina cultivos de bajo insumo con ganadería pastoril— sostiene a millones de personas y actúa como barrera frente al abandono rural. La presencia humana, aunque dispersa, conserva tradiciones, conocimientos ecológicos y estructuras sociales que fortalecen la resiliencia local frente a las crisis ambientales o económicas.
Desde la perspectiva ambiental, los sistemas extensivos ofrecen una interfaz entre producción y conservación. Al ocupar amplias zonas con baja intensidad de perturbación, crean corredores biológicos que conectan ecosistemas fragmentados, favoreciendo la movilidad de especies y el mantenimiento de procesos ecológicos. En Europa, los paisajes agro-pastoriles tradicionales, resultado de siglos de manejo extensivo, se consideran hoy ecosistemas de alto valor natural. En ellos, la coexistencia de agricultura, ganadería y vegetación espontánea genera una diversidad estructural que alberga especies amenazadas de flora y fauna. Cuando la intensificación desplaza estos sistemas, la pérdida de hábitats y la homogeneización del paisaje se traducen en una erosión de la biodiversidad a gran escala.
El suelo, como componente central del agroecosistema extensivo, desempeña un papel determinante en su funcionamiento biofísico. La menor alteración mecánica y el uso limitado de agroquímicos preservan la estructura, la biota y la materia orgánica del suelo, factores que sustentan su fertilidad natural. En sistemas de secano, donde el agua es el factor limitante, la cobertura vegetal residual protege frente a la erosión eólica e hídrica, y permite el almacenamiento gradual de carbono. En contraste con los sistemas intensivos, que tienden a degradar el suelo por sobreexplotación, los extensivos mantienen un equilibrio más estable entre extracción y regeneración de nutrientes. Desde esta óptica, pueden funcionar como sumideros de carbono y contribuir a la mitigación climática, siempre que no se asocien con la deforestación de nuevas áreas.
No obstante, la agricultura extensiva no está exenta de contradicciones. Su dependencia del territorio implica un alto costo espacial, que puede convertirse en una amenaza ambiental cuando la expansión de la frontera agrícola avanza sobre ecosistemas naturales. La historia reciente de la Amazonia, el Cerrado brasileño o las sabanas africanas demuestra que la ganadería extensiva mal planificada es una de las principales causas de deforestación y pérdida de biodiversidad. Este dilema plantea un desafío conceptual: la extensión puede ser sostenible solo si se limita dentro de marcos de ordenamiento territorial y manejo adaptativo del paisaje. Es decir, la agricultura extensiva sostenible no consiste en ocupar más tierra, sino en manejarla de manera compatible con los procesos ecológicos que la sustentan.
La integración de la tecnología apropiada ha permitido modernizar ciertos aspectos del modelo extensivo sin alterar su esencia. La teledetección satelital, los sistemas de posicionamiento global y las herramientas de monitoreo remoto permiten evaluar la cobertura vegetal, la humedad del suelo y la carga ganadera óptima. Estas innovaciones facilitan la toma de decisiones adaptativas y reducen la degradación de los recursos. En regiones áridas, la siembra directa y la rotación con especies forrajeras mejoran la estructura del suelo y su capacidad de retención hídrica, aumentando la productividad sin intensificar el uso de insumos. De este modo, la agricultura extensiva puede incorporar la precisión tecnológica como medio para mantener su bajo impacto ambiental, no como una vía hacia la intensificación desmedida.
Un componente fundamental del valor de la agricultura extensiva es su papel en la preservación del paisaje cultural. La configuración de mosaicos agrícolas, pastizales y bosques secundarios que caracteriza a muchas regiones rurales del mundo es producto de siglos de manejo extensivo. Estos paisajes no solo son productivos, sino también patrimoniales: integran prácticas tradicionales de pastoreo, rotación y aprovechamiento forestal que han modelado ecosistemas únicos. El abandono o la sustitución de estas prácticas por monocultivos industriales conduce no solo a la pérdida de biodiversidad, sino también a la desaparición de modos de vida asociados a la identidad rural. La sostenibilidad cultural y ecológica, en este sentido, se encuentran estrechamente entrelazadas.
La economía global contemporánea presiona hacia la intensificación productiva, pero esta tendencia encuentra límites ecológicos cada vez más evidentes. Frente a ello, la agricultura extensiva ofrece una alternativa estratégica de equilibrio territorial. Al distribuir la producción en amplias áreas y reducir la carga sobre cada unidad de suelo, contribuye a la estabilidad de los ecosistemas y al mantenimiento del ciclo hidrológico. En contextos de crisis climática, su capacidad de adaptación resulta valiosa: los sistemas extensivos toleran mejor las variaciones de temperatura y precipitación, porque su dinámica depende menos de insumos externos y más de procesos ecológicos internos. En un futuro marcado por la escasez de agua y energía, esta resiliencia puede convertirse en su principal ventaja competitiva.
La verdadera importancia de la agricultura extensiva no radica solo en su capacidad de producir alimentos, sino en su función ecológica y territorial. Es un sistema que, bien gestionado, permite mantener una base ecológica funcional mientras sostiene comunidades rurales y conserva paisajes culturales. Su desafío no es aumentar su intensidad, sino optimizar su eficiencia ecológica, limitando su expansión y fortaleciendo la gestión integral del territorio. En un mundo donde los límites planetarios se estrechan, la agricultura extensiva puede ser una de las pocas formas de producción capaces de equilibrar las necesidades humanas con la capacidad regenerativa de la biosfera.
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