La importancia de la agricultura de riego

Tipos de agricultura: La importancia de la agricultura de riego

La agricultura de riego constituye uno de los avances más determinantes en la historia de la civilización humana. Su desarrollo permitió trascender las limitaciones impuestas por el clima y los ciclos naturales de lluvia, transformando regiones áridas en paisajes fértiles y garantizando la estabilidad alimentaria de poblaciones enteras. A diferencia de la agricultura de secano, que depende del azar meteorológico, el riego convierte la producción agrícola en un proceso regulado, donde el agua deja de ser un fenómeno imprevisible para convertirse en un insumo gestionable. La historia de la agricultura irrigada es, en gran medida, la historia del dominio técnico del agua, un esfuerzo milenario por domesticar uno de los recursos más poderosos y volátiles del planeta.

La importancia del riego se entiende mejor cuando se considera su papel como factor multiplicador de productividad. Menos del 20 % de las tierras cultivadas del mundo están bajo riego, pero esas áreas generan cerca del 40 % de los alimentos globales. Esta desproporción revela su extraordinaria eficiencia, derivada de la posibilidad de mantener la humedad óptima del suelo durante todo el ciclo de crecimiento de los cultivos. La constancia hídrica permite no solo aumentar el rendimiento, sino también diversificar la producción, introducir cultivos de mayor valor y asegurar cosechas en épocas de sequía. Así, el riego se convierte en una tecnología de estabilidad frente a la variabilidad climática, y en un instrumento estratégico para la seguridad alimentaria mundial.

En su dimensión técnica, los sistemas de riego representan una convergencia de hidráulica, ingeniería agronómica y gestión ambiental. Desde los antiguos canales de Mesopotamia hasta las modernas redes presurizadas controladas por sensores, el objetivo ha sido siempre el mismo: suministrar agua en la cantidad y momento precisos. La eficiencia de aplicación —la proporción de agua efectivamente utilizada por las plantas respecto al total suministrado— se ha convertido en un indicador clave del desempeño del sistema. En los métodos tradicionales por gravedad, esta eficiencia apenas alcanzaba el 40 %, mientras que los sistemas de riego localizado, como el goteo y la microaspersión, pueden superar el 90 %. Este salto no solo reduce el desperdicio de agua, sino también la energía y los insumos necesarios para el cultivo.

El principio físico que sustenta la agricultura de riego es el balance hídrico del suelo: un sistema donde la entrada de agua por precipitación o riego debe equilibrar las pérdidas por evaporación y transpiración. Mantener ese equilibrio exige una comprensión detallada de la evapotranspiración, concepto que integra la demanda de agua del cultivo y las condiciones atmosféricas. La cuantificación de este parámetro, antes estimada empíricamente, hoy se determina mediante sensores, estaciones meteorológicas y modelos satelitales de teledetección. Esta información permite calcular con exactitud la lámina de riego óptima, es decir, la cantidad de agua que debe reponerse para sostener el crecimiento sin generar escorrentía o percolación profunda.

El impacto del riego sobre la fisiología vegetal es igualmente profundo. Cuando el suministro hídrico es adecuado, los estomas de las hojas permanecen abiertos, permitiendo una fotosíntesis eficiente y un intercambio gaseoso equilibrado. En condiciones de estrés hídrico, las plantas cierran sus estomas para reducir la pérdida de agua, pero con ello también limitan la captura de dióxido de carbono, reduciendo la producción de biomasa. Por tanto, el riego no solo evita la deshidratación, sino que preserva la eficiencia metabólica del cultivo. Esta regulación directa del metabolismo vegetal convierte al agua en un modulador bioquímico, un factor que condiciona el rendimiento tanto como los nutrientes o la luz solar.

Sin embargo, el uso intensivo del riego ha generado también desafíos de gran escala. La salinización de los suelos constituye uno de los problemas más críticos: cuando el agua de riego se evapora, las sales disueltas se concentran en la superficie, alterando la estructura del suelo y limitando la absorción de agua por las raíces. Se estima que más del 10 % de las tierras irrigadas del mundo presentan algún grado de salinización, fenómeno especialmente grave en regiones áridas donde el drenaje natural es insuficiente. En paralelo, la sobreexplotación de acuíferos profundos para mantener el riego ha provocado descensos alarmantes en los niveles freáticos y procesos de subsidencia en el terreno. Estos efectos obligan a reconsiderar la sostenibilidad hidrológica de los sistemas intensivos, pues la eficiencia técnica carece de sentido si el recurso se agota.

La gestión integrada del agua se presenta entonces como una estrategia necesaria para equilibrar productividad y conservación. Este enfoque combina la optimización del riego con prácticas de manejo del suelo, rotación de cultivos, selección de especies tolerantes a la sequía y uso de aguas residuales tratadas. La reutilización controlada de efluentes urbanos o industriales, cuando se maneja bajo normas estrictas, puede suplir parte de la demanda hídrica agrícola y cerrar el ciclo del agua dentro del territorio. De esta forma, la agricultura de riego deja de ser un consumidor neto para convertirse en parte de un sistema circular de recursos.

El progreso reciente en tecnologías de riego inteligente está redefiniendo el concepto mismo de eficiencia. La incorporación de sensores de humedad, medidores de flujo, estaciones meteorológicas automáticas y plataformas de inteligencia artificial permite ajustar el riego en función de variables en tiempo real. Los sistemas de riego automatizado pueden determinar el momento exacto en que una planta comienza a mostrar estrés hídrico y aplicar el volumen mínimo necesario para corregirlo. Además, el uso de imágenes satelitales de alta resolución y modelos predictivos de evapotranspiración permite escalar este control a miles de hectáreas, integrando la gestión de agua en plataformas digitales que anticipan sequías o excesos de humedad. Este nivel de precisión inaugura una nueva era de agricultura de datos, donde el agua se administra con la misma lógica que la energía o la información.

La agricultura de riego no solo transforma los campos, sino también las sociedades rurales que dependen de ellos. En muchas regiones en desarrollo, la introducción del riego ha duplicado la productividad agrícola y generado empleo estable, reduciendo la migración y la pobreza rural. No obstante, la distribución desigual del acceso al agua puede reproducir brechas sociales: los agricultores con mayores recursos suelen beneficiarse de la tecnología más eficiente, mientras los pequeños productores enfrentan costos elevados de instalación y mantenimiento. Las políticas públicas de gestión del agua deben, por tanto, integrar criterios de equidad, priorizando la sostenibilidad social tanto como la técnica.

El cambio climático agrega una nueva dimensión al debate. El aumento de las temperaturas y la irregularidad de las precipitaciones incrementan la demanda de riego al mismo tiempo que reducen la disponibilidad de agua dulce. Esta paradoja sitúa al riego en el centro de la adaptación climática. Desarrollar sistemas capaces de aprovechar fuentes no convencionales —como la desalinización, la recolección de agua de lluvia o la recarga artificial de acuíferos— será crucial para mantener la producción agrícola en un mundo más seco e impredecible. La innovación tecnológica deberá acompañarse de una gobernanza hídrica sólida, que asegure la gestión cooperativa de los recursos compartidos y evite conflictos entre sectores y regiones.

La verdadera importancia de la agricultura de riego reside, por tanto, en su condición dual: es simultáneamente una herramienta de supervivencia y un desafío de sostenibilidad. Permite estabilizar la producción de alimentos y enfrentar la escasez hídrica, pero exige un conocimiento profundo de los límites ecológicos del agua. En su forma más avanzada, el riego ya no consiste solo en transportar agua hacia las plantas, sino en sincronizar procesos biológicos, físicos y tecnológicos para mantener el equilibrio entre producción y conservación. La gestión del agua se convierte así en un acto de precisión científica y responsabilidad ética, donde cada gota aplicada representa tanto una oportunidad como un compromiso con el futuro de la agricultura y del planeta.

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