Principales cultivos producidos en Bolivia

Artículo - Principales cultivos producidos en Bolivia

En el altiplano, en los valles y en las llanuras amazónicas de Bolivia se cruzan tres mundos agrícolas que rara vez dialogan entre sí, pero que determinan el futuro alimentario del país. Cada uno responde a una lógica ecológica distinta, a una historia cultural propia y a presiones de mercado que, a menudo, tiran en direcciones opuestas. Entender los principales cultivos producidos en Bolivia exige mirar ese mosaico como un sistema dinámico donde la diversidad biológica, la seguridad alimentaria y la agricultura de exportación compiten por espacio, agua y nutrientes.

En las alturas frías del altiplano, por encima de los 3.600 metros, domina un cultivo que simboliza la convergencia entre tradición andina y globalización: la quinua (Chenopodium quinoa). Domesticada hace miles de años, este pseudocereal se adaptó a suelos pobres, heladas frecuentes y elevada radiación solar, desarrollando una notable plasticidad fisiológica. Su capacidad de ajustar la eficiencia en el uso del agua y de tolerar altos niveles de salinidad lo convierten en un modelo de cultivo resiliente al cambio climático. Sin embargo, el auge exportador de la quinua real, concentrada en Oruro y Potosí, ha generado tensiones: expansión del monocultivo, labranza intensiva en suelos frágiles y conflictos por el uso de tierras comunales que antes se manejaban bajo sistemas pastoriles mixtos con llamas y ovejas.

Muy cerca de esos mismos paisajes, pero con otra historia agronómica, se extienden los campos de papa (Solanum tuberosum), el pilar energético de la dieta boliviana. Bolivia es centro de diversidad de papas nativas, con cientos de variedades locales que exhiben una asombrosa gama de colores, formas y perfiles de compuestos fenólicos y almidón. En las parcelas campesinas, la papa no es solo un cultivo, sino un portafolio de riesgo: se siembran múltiples variedades para enfrentar heladas, sequías y plagas, reduciendo la probabilidad de pérdida total. No obstante, la presión del mercado urbano favorece unas pocas variedades comerciales de alto rendimiento, lo que erosiona la diversidad genética in situ y aumenta la vulnerabilidad frente a patógenos emergentes como el tizón tardío (Phytophthora infestans).

Esa tensión entre diversidad y homogeneidad se repite con la oca (Oxalis tuberosa), la isaño (Tropaeolum tuberosum) y otros tubérculos andinos que, aunque minoritarios en volumen, son cruciales para la soberanía alimentaria de comunidades rurales. Su notable resistencia a condiciones extremas y su riqueza en micronutrientes los convierten en aliados estratégicos frente a la malnutrición y la variabilidad climática. Sin embargo, las políticas agrícolas y los sistemas de crédito tienden a ignorarlos, priorizando cultivos con mercados estandarizados y cadenas de valor más visibles. La consecuencia es una lenta pero constante sustitución de estos cultivos tradicionales por opciones más comerciales, lo que empobrece la base agroecológica del altiplano.

Al descender hacia los valles interandinos de Cochabamba, Chuquisaca y Tarija, la agricultura se vuelve más diversa en especies y más intensiva en insumos. Allí se articulan cultivos de maíz, trigo, hortalizas y frutales templados en sistemas de pequeña y mediana escala. El maíz, en particular, ocupa un lugar central, tanto en su forma criolla para autoconsumo como en híbridos comerciales para engorde de ganado y abastecimiento industrial. Su fisiología C4 y su alta respuesta a la fertilización nitrogenada lo hacen atractivo para aumentar rendimientos, pero también lo vuelven dependiente de esquemas de agricultura convencional basados en fertilizantes sintéticos y herbicidas, con impactos en la calidad del suelo y de las aguas superficiales.

En estos valles, el trigo compite por espacio con el maíz, aunque su relevancia económica es menor frente a las importaciones. Aun así, sigue siendo un cultivo estratégico para la seguridad alimentaria urbana, pues abastece parte de la demanda de harina para panificación. La baja productividad promedio, asociada a suelos degradados, limitada mecanización y escaso mejoramiento genético adaptado a condiciones locales, obliga a los productores a combinarlo con otras especies para diversificar ingresos. El resultado son paisajes de mosaico, donde la rotación de cultivos, cuando se practica, contribuye a interrumpir ciclos de plagas y a mantener cierta estructura del suelo, aunque la presión por intensificar la producción tiende a acortar los periodos de descanso y barbecho.

El giro más drástico del paisaje agrícola boliviano aparece al llegar a las llanuras de Santa Cruz, Beni y parte de Pando, donde domina la lógica de la agricultura a gran escala. Allí, la soya (Glycine max) se ha convertido en el cultivo estrella, tanto en superficie como en valor de exportación. Introducida y expandida masivamente desde finales del siglo XX, la soya boliviana se inserta en cadenas globales de commodities, como fuente de aceite y harina proteica para alimentación animal. Su éxito económico se sustenta en sistemas altamente mecanizados, siembra directa y paquetes tecnológicos que incluyen semillas mejoradas, fertilización fosfatada y uso intensivo de herbicidas, especialmente glifosato, lo que ha favorecido la expansión de malezas resistentes y la dependencia de insumos importados.

La expansión sojera ha transformado la matriz agrícola y ecológica del oriente boliviano. Buena parte de la deforestación en Santa Cruz se asocia a la conversión de bosques y sabanas en campos de soya y, en menor medida, de maíz amarillo duro y girasol (Helianthus annuus). El girasol, aunque menos difundido, complementa el complejo oleaginoso y contribuye a diversificar la oferta de aceites vegetales. Sin embargo, el modelo predominante sigue siendo de rotación simple soya–maíz o soya–trigo, con escasa incorporación de cultivos de cobertura que podrían mejorar la materia orgánica del suelo y reducir la erosión. Este patrón simplificado incrementa la vulnerabilidad ante sequías prolongadas y plagas específicas, como la oruga bolillera (Helicoverpa armigera).

En paralelo, en estas mismas llanuras se desarrolla una ganadería extensiva que compite por tierra con los cultivos agrícolas, pero que también se integra a ellos a través de sistemas de agricultura-ganadería. En teoría, la rotación entre pasturas y cultivos podría mejorar la estructura del suelo y reciclar nutrientes vía estiércol. En la práctica, la fragmentación de la propiedad y la falta de incentivos técnicos y financieros dificultan la adopción de esquemas integrados de manejo. La consecuencia es una expansión horizontal, más que una intensificación sostenible, que presiona los límites de los ecosistemas amazónicos y chaqueños.

Más al norte y noreste, en las zonas tropicales húmedas, emergen otros cultivos de importancia económica: la caña de azúcar, el arroz y, en menor medida, el cacao y el café. La caña, concentrada en Santa Cruz, se orienta tanto a la producción de azúcar como de etanol, insertándose en debates sobre biocombustibles, uso del suelo y emisiones de gases de efecto invernadero. El arroz, cultivado en sistemas de riego y en áreas de secano mejorado, es esencial para el consumo interno, especialmente en áreas urbanas. Sin embargo, su elevada demanda de agua y la tendencia a la monocultura intensiva lo convierten en un cultivo de alto riesgo ambiental si no se acompaña de prácticas de manejo integrado del agua y de fertilización racional.

En las franjas de bosque húmedo, el cacao y el café representan una alternativa diferente. Aunque su contribución al volumen total de producción es modesta, estos cultivos perennes bajo sombra se integran mejor a la estructura forestal, manteniendo parte de la biodiversidad y ofreciendo oportunidades de ingreso a comunidades indígenas y pequeños productores. El cacao nativo amazónico y el café de altura tienen potencial para mercados diferenciados de alta calidad, siempre que se fortalezcan la trazabilidad, la organización de productores y el acceso a tecnologías poscosecha que aseguren fermentación y secado adecuados. Su expansión controlada podría contrarrestar, en parte, la lógica extractiva de otros cultivos más agresivos con el bosque.

Al mirar en conjunto este entramado de cultivos, aparece con nitidez una paradoja: Bolivia es simultáneamente un reservorio de agrobiodiversidad andina y amazónica, y un actor relevante en cadenas globales de monocultivos como la soya. La coexistencia de sistemas campesinos diversificados y de agricultura empresarial intensiva refleja no solo diferencias tecnológicas, sino visiones contrapuestas de lo que debe ser el desarrollo rural. Mientras una apuesta por la intensificación sostenible de cultivos nativos podría reforzar la resiliencia ecológica y cultural, la otra prioriza la competitividad internacional y la generación de divisas a corto plazo.

El futuro de los principales cultivos producidos en Bolivia dependerá de cómo se gestionen estas tensiones. La incorporación de mejoramiento participativo en quinua, papa y maíz nativo puede aumentar rendimientos sin sacrificar diversidad. La promoción de rotaciones complejas en el oriente, con leguminosas de cobertura y manejo conservacionista del suelo, puede reducir la huella ecológica de la soya y del maíz. Y la valorización de cultivos como la oca, el isaño, el cacao nativo o el café de sombra, mediante sellos de calidad y esquemas de comercio justo, puede anclar a las comunidades rurales a sus territorios sin condenarlas a la pobreza. En ese equilibrio inestable entre tradición y mercado, entre policultivo y monocultivo, se juega no solo la economía agrícola de Bolivia, sino la integridad de sus paisajes y la diversidad de sus mesas.

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