La lechuga, Lactuca sativa, parece un cultivo sencillo: ciclo corto, raíces poco profundas, hojas tiernas. Sin embargo, esa misma anatomía delicada la convierte en un ecosistema ideal para una constelación de plagas y enfermedades que encuentran en sus tejidos suculentos un banquete permanente. La horticultura intensiva ha amplificado este fenómeno: altas densidades de siembra, riegos frecuentes y variedades seleccionadas por textura y color, más que por resistencia, han creado un entorno donde cada desequilibrio se traduce en una puerta abierta a patógenos y artrópodos especializados.
Ese desequilibrio se manifiesta con especial claridad en el sistema radicular. La lechuga depende de una fina red de raíces superficiales que exploran los primeros centímetros del suelo, justo donde prosperan los oomicetos como Pythium y Phytophthora. En suelos encharcados o mal drenados, las zoosporas nadan hacia las raíces jóvenes, destruyen los tejidos de conducción y provocan la llamada “damping-off” o mal del almácigo: plántulas que colapsan en cuestión de horas, con un estrangulamiento húmedo en la base del tallo. Lo paradójico es que el mismo riego que el productor percibe como “seguro” frente al estrés hídrico es, si se aplica sin criterio, el factor que desencadena estas epidemias silenciosas.
Muy cerca de ese escenario actúa Rhizoctonia solani, un hongo de suelo oportunista que coloniza restos vegetales y luego invade la base de la planta. Su acción es menos fulminante, pero igual de letal: necrosis pardas, tejidos acuosos y un avance que se acelera cuando la superficie del suelo permanece mojada durante la noche. La lechuga, incapaz de regenerar con rapidez sus raíces, entra en un declive progresivo. Aquí la rotación de cultivos y el manejo de la materia orgánica no son recomendaciones accesorias, sino herramientas de ingeniería ecológica: al diversificar exudados radicales y comunidades microbianas, se reduce la ventaja competitiva de estos patógenos especializados.
Si las raíces son el frente oculto, las hojas representan el escenario visible donde se libra otra batalla. El mildiu velloso, causado por Bremia lactucae, ha acompañado a la lechuga desde sus primeras domesticaciones. Este patógeno biotrófico ha refinado su estrategia a un nivel casi quirúrgico: invade el interior de la hoja, extrae nutrientes sin matar de inmediato las células y se expresa en manchas cloróticas delimitadas por las nervaduras, que luego se cubren de un micelio blanquecino en el envés. Cada gota de agua que permanece sobre la hoja durante la noche es un microhábitat donde las esporas germinan y colonizan nuevos tejidos, impulsadas por ciclos de humedad que la agricultura de riego presurizado no siempre controla adecuadamente.
Frente a Bremia, la respuesta genética ha sido intensa. Programas de mejora han incorporado genes de resistencia específicos, identificados como diferentes razas fisiológicas del patógeno. Sin embargo, la biología evolutiva no concede treguas: cuando se libera masivamente una variedad con un solo gen mayor de resistencia, se ejerce una presión de selección tan intensa que las poblaciones de Bremia generan nuevas razas capaces de superar ese escudo. La aparente victoria se convierte, en pocos años, en una nueva vulnerabilidad. De ahí la relevancia de las resistencias poligénicas y de la combinación de estrategias: reducir la duración del mojado foliar, ventilar invernaderos, espaciar adecuadamente las plantas y evitar monocultivos genéticamente uniformes que actúan como un vasto “monocódigo” susceptible.
El otro gran protagonista del follaje es la podredumbre gris, causada por Botrytis cinerea. A diferencia de Bremia, Botrytis es un patógeno necrotrófico: mata primero, se alimenta después. Aprovecha heridas, daños por heladas ligeras o estrés fisiológico, y se instala como un manto grisáceo de conidios que avanza con rapidez en ambientes cerrados y húmedos. En lechuga de invernadero, el exceso de nitrógeno y la alta densidad de plantación generan tejidos muy tiernos, con cutículas delgadas y mayor contenido de agua, un festín para este hongo. Controlarlo no es cuestión de un solo fungicida, sino de rediseñar el microclima: reducir la humedad relativa nocturna, manejar la ventilación y evitar el riego por aspersión en horas críticas.
Mientras tanto, en la cara inferior de las hojas se desarrolla otro drama, esta vez protagonizado por insectos diminutos, pero de enorme impacto económico. Los pulgones, especialmente Nasonovia ribisnigri y Myzus persicae, colonizan los nervios y succionan savia con una eficiencia extraordinaria. No solo debilitan la planta, sino que inyectan saliva con enzimas que alteran el metabolismo local y, sobre todo, actúan como vectores de virus como el LMV (Lettuce Mosaic Virus). Un solo pulgón virulífero puede convertir una parcela sana en un mosaico de hojas deformadas, con clorosis irregulares y reducción drástica del rendimiento comercial.
El control químico intensivo de pulgones ha demostrado ser una trampa: la presión de selección ha producido poblaciones resistentes a diversos modos de acción, mientras que la eliminación de enemigos naturales —como Aphidius spp. o Coccinella septempunctata— reduce la resiliencia del sistema. El enfoque más robusto se basa en el manejo integrado de plagas: uso de mallas antiáfidos, liberación programada de parasitoides, bandas florales que sostengan poblaciones de depredadores, y aplicación muy selectiva de insecticidas compatibles con la fauna benéfica. La lechuga, al ser un cultivo de ciclo corto, permite además ajustar ventanas de siembra para escapar de los picos poblacionales de estos insectos.
Otros artrópodos como los trips (Frankliniella occidentalis) añaden una dimensión más compleja. Su tamaño minúsculo les permite esconderse en los pliegues internos de la cabeza de la lechuga, donde sus picaduras provocan plateados, deformaciones y cicatrices que, aunque a veces poco graves desde el punto de vista fisiológico, son inaceptables para mercados que exigen hojas visualmente perfectas. Además, algunos trips son vectores de virus, lo que convierte su presencia en un riesgo doble. Aquí, la combinación de monitoreo con trampas cromáticas, manejo de la vegetación circundante y bioinsecticidas basados en hongos entomopatógenos como Beauveria bassiana permite reducir la dependencia de moléculas sintéticas de amplio espectro.
En paralelo, las bacteriosis emergen con fuerza en sistemas de alta humedad y manejo intensivo. Xanthomonas campestris pv. vitians causa manchas angulares que se tornan necróticas, rodeadas de halos amarillos, y que pueden coalescer hasta destruir grandes porciones de la lámina foliar. A diferencia de los hongos, las bacterias se diseminan con extraordinaria eficacia a través de salpicaduras de lluvia o riego, herramientas de poda y manipulación en viveros. Dado que las opciones antibacterianas son muy limitadas en horticultura, la prevención se vuelve esencial: semillas certificadas libres de patógenos, desinfección de bandejas, rotaciones largas y un control muy estricto de la calidad del agua de riego.
Los virus, por su parte, representan un desafío de naturaleza distinta. No se “curan”, no se controlan con fungicidas ni insecticidas directos y, en muchos casos, permanecen latentes hasta que las condiciones del cultivo revelan su presencia. El LMV y otros potyvirus reducen el tamaño de la planta, deforman las hojas internas y afectan la uniformidad del lote, lo que complica la cosecha mecanizada y la planificación comercial. Aquí la herramienta más poderosa sigue siendo la sanidad del material vegetal y la gestión del vector: eliminar malezas hospedantes alrededor de los lotes, evitar la introducción de plántulas infectadas y mantener una vigilancia constante de poblaciones de pulgones, incluso cuando los daños visibles parecen mínimos.
Toda esta red de interacciones entre plagas, patógenos y prácticas agronómicas se inscribe en un contexto mayor: el cambio climático y el avance de sistemas de producción sin suelo, como la hidroponía. En ambientes controlados, la lechuga se libera de muchos patógenos de suelo, pero se expone a otros riesgos: rápida diseminación de enfermedades foliares, dependencia extrema de la sanidad del agua y proliferación de algas y biofilms que albergan microorganismos oportunistas. Al mismo tiempo, el aumento de temperaturas y la alteración de los regímenes de humedad en campo abierto desplazan la distribución geográfica de insectos vectores y modifican los ciclos de vida de hongos y bacterias, abriendo nichos para enfermedades antes marginales.
La respuesta a este escenario no pasa por una intensificación ciega del arsenal químico, sino por una comprensión profunda de la ecología del agroecosistema de la lechuga. Cada decisión de riego, fertilización, densidad de siembra o elección varietal altera sutilmente las condiciones que favorecen o limitan a plagas y enfermedades. Asumir que el cultivo es un sistema dinámico, donde la diversidad biológica —desde los microorganismos del suelo hasta los enemigos naturales— es un aliado y no un obstáculo, permite diseñar estrategias más estables en el tiempo. La lechuga, tan frágil en apariencia, se convierte entonces en un laboratorio vivo donde se ensayan nuevas formas de agricultura capaces de producir con abundancia, pero también con inteligencia ecológica.
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