El trigo (Triticum aestivum L.) despliega un ciclo fenológico que puede describirse como una coreografía fisiológica molécula por molécula, hoja por hoja, que traduce luz, agua y nutrientes en grano cosechable. Su complejidad proviene de la interacción entre genética, ambiente y manejo agrícola, y por ello las etapas fenológicas no son simples hitos visuales: constituyen puntos de inflexión metabólicos que condicionan la productividad y la calidad del cultivo. La correcta interpretación de estas fases permite ajustar fertilización, riego y protección sanitaria de forma alineada con la biología del cultivo, y por tanto con mayor eficiencia agronómica.
El proceso arranca con la germinación, cuando la semilla absorbe agua y reactiva enzimas como la amilasa que liberan azúcares para alimentar la emergencia del embrión. A temperaturas óptimas entre 10 y 25 °C, la radícula emerge seguida por el coleóptilo que atraviesa el suelo y permite que aparezca la primera hoja verdadera. Esta fase, registrada como estadío 00-09 en la escala de desarrollo, establece la base del crecimiento futuro: un número insuficiente de plantas o una emergencia deficiente comprometen la producción. Desde este momento, el cultivo traduce condiciones de suelo, humedad y temperatura en una tasa de crecimiento que define su potencial máximo.
Una vez emergido, el trigo entra en la fase de crecimiento vegetativo temprano y macollamiento, donde se forman tallos secundarios y hojas que aumentan la capacidad fotosintética de la planta. Este período corresponde, en la escala de crecimiento, a los estadíos GS 10 a 29 (Zadoks) o Feekes 2 a 5. Durante él, el sistema radical se ramifica y los tallos —o macollos— se establecen y contribuyen al potencial de rendimiento. La tasa de aparición de hojas, llamada filloquron, así como el número de macollos activos, están condicionados por el fotoperíodo, la temperatura y la disponibilidad de nitrógeno. Una nutrición deficiente o estrés temprano restringen la macollación y reducen el número de espigas finales, lo que limita la capacidad productiva del cultivo.
Al cesar el macollamiento activo, el cultivo avanza hacia la elongación del tallo o la etapa de “espigado incipiente”. Durante esta fase el meristemo apical, previamente vegetativo, empieza a diferenciar la espiga y los nudos se alargan. Este cambio ocurre aproximadamente en GS 30 a 39 o Feekes 6 a 7.5. Aquí el trigo concentra recursos en formar la estructura reproductiva: el desarrollo del primer nudo “claves” (nudo bandera), la advertencia del estrobilo en formación y la disposición de hojas especiales que captan luz para dirigir asimilados al grano. La planta se vuelve particularmente sensible al estrés hídrico o térmico durante el espigado y la aparición de la hoja bandera —la hoja que domina la intercepción lumínica del cultivo—. Si se compromete esa hoja, el llenado del grano se ve seriamente afectado.
El siguiente hito es la floración o espigado visible, marcada por la salida de la espiga de la vaina foliar (GS 50–59) y luego la apertura de flores o anteras (GS 60–69). En este momento la planta transita de crecimiento vegetativo a crecimiento reproductivo puro; cada espiguilla inicia el proceso que culminará en un grano. La sincronía entre formación de ovarios y disponibilidad de recursos fotoasociativos es esencial. Durante esta fase, el aporte de nitrógeno y potasio puede influir en el número de granos por espiga, mientras que el estrés por altas temperaturas o sequía reduce la fertilidad. La floración define el número de granos potenciales y, por tanto, el techo de rendimiento del cultivo.
Tras la floración el trigo entra en la fase de llenado del grano, cuando el endospermo se llena de almidón y proteínas. Este período, correspondiente a GS 70–89 o Feekes 10.5 a 11.3, es el más prolongado en tiempo y en demanda fisiológica. La hoja bandera sigue siendo clave: representa hasta el 75 % de la superficie fotosintética efectiva que alimenta el grano. Durante el llenado, la translocación de fotoasociados desde hojas y tallos hacia los granos define el peso individual de cada grano. El potasio facilita ese transporte; el agua regula la turgencia celular y el nitrógeno contribuye a la proteína del grano. Una interrupción del suministro de agua o nutrientes en esta etapa reduce la masa de grano, aumenta el porcentaje de granos vacíos y disminuye la calidad final.
La fase final del ciclo es la madurez fisiológica, alcanzada cuando los granos dejan de acumular materia seca y comienzan a perder humedad (GS 90–99). El color del grano cambia, la humedad cae por debajo del 30 % y las espigas muestran un tono amarillento o dorado. Cada día de demora tras la madurez incrementa el riesgo de pérdidas por granizo, enfermedades o desprendimiento prematuro. Desde el punto de vista fisiológico, la planta transita hacia una senescencia, las hojas verdes se tornan amarillas y el transporte de nutrientes cesa. La cosecha en el momento óptimo de madurez posibilita la máxima calidad y el mejor rendimiento comercial.
Lo que distingue la fenología del trigo no es solo su secuencia de fases, sino cómo cada una se acopla a la siguiente mediante acumulación térmica —grados-día— y señales de fotoperíodo y vernalización. Las escalas desarrolladas, como la de Zadoks, Feekes o los modelos basados en unidades térmicas, permiten a los agrónomos anticipar cada transición y ajustar prácticas de manejo agrícola en consecuencia. Por ejemplo, el momento ideal para aplicar herbicidas, fertilizantes o fungicidas se relaciona directamente con el estadío fenológico del cultivo; aplicar fuera de la ventana fenológica reduce eficiencia y aumenta costos.
El valor del análisis fenológico del trigo radica en su capacidad para convertir la biología de la planta en decisiones de manejo. Al conocer la emergencia, la macollación, la elongación, la floración, el llenado y la madurez, se logra una gestión más precisa del agua, nutrientes y protección fitosanitaria. La fenología no es un calendario rígido, sino un reflejo del ritmo interno del cultivo, un lenguaje que el trigo emplea para optimizar su crecimiento en función del ambiente. Comprender ese ritmo es elaborar un puente entre la fisiología vegetal y la práctica agronómica, y es esa integración la que convierte la ciencia del cultivo en productividad sostenible.
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