Etapas fenológicas del cultivo de pitahaya

Análisis fenológico: Etapas fenológicas del cultivo de pitahaya

La pitahaya (Hylocereus spp.), también conocida como fruta del dragón, constituye uno de los cultivos más fascinantes dentro de la agricultura tropical moderna. Su fisiología encarna una estrategia evolutiva refinada: aprovechar ambientes áridos y luminosos mediante una fotosíntesis tipo CAM (Crassulacean Acid Metabolism), que le permite abrir los estomas por la noche y minimizar la pérdida de agua durante el día. Esta característica confiere al cultivo una notable eficiencia hídrica, pero también una sensibilidad extrema al equilibrio térmico y a la radiación solar. La secuencia de sus etapas fenológicas es, por tanto, el reflejo de una planta que coordina su crecimiento con precisión milimétrica, respondiendo a señales internas y ambientales que modulan su desarrollo desde la brotación hasta la fructificación.

El ciclo comienza con la fase de brotación y crecimiento vegetativo, etapa en la que el tallo, de naturaleza suculenta y ramificada, expande sus segmentos —cladodios— a partir de brotes axilares. Cada cladodio funciona simultáneamente como órgano fotosintético y de reserva, lo que convierte al crecimiento vegetativo en un proceso doble: de acumulación y de preparación para la reproducción. La expansión de los tejidos depende del balance hídrico y del flujo de asimilados generados durante la noche; en este punto, el nitrógeno y el potasio se vuelven nutrientes decisivos. Un exceso de nitrógeno induce tejidos blandos y de menor resistencia mecánica, mientras que una deficiencia de potasio limita la elongación celular y la capacidad de almacenamiento. El ritmo de brotación está controlado además por la temperatura: bajo 18 °C la actividad meristemática disminuye, y por encima de 35 °C los tejidos muestran estrés fisiológico y deshidratación.

Durante los primeros meses, el cultivo se centra en la formación de estructura. Los tallos jóvenes buscan soporte y generan raíces aéreas que les permiten anclarse a tutores o estructuras verticales. Este comportamiento, típico de su naturaleza epífita, no solo garantiza estabilidad, sino también acceso a microclimas más ventilados y soleados, esenciales para mantener una fotosíntesis eficiente. La fisiología de esta fase es particularmente sensible a la disponibilidad de luz: un sombreado excesivo reduce la síntesis de clorofila y retrasa el crecimiento; una radiación excesiva, en cambio, puede provocar fotooxidación y necrosis apical. En sistemas comerciales, el manejo de la densidad de plantación y la orientación de los surcos se diseñan precisamente para controlar este equilibrio lumínico.

Una vez que los cladodios alcanzan la madurez fisiológica —generalmente entre los 6 y 9 meses después del establecimiento— comienza la diferenciación de yemas florales, una transición que transforma el meristemo vegetativo en reproductivo. Este cambio es regulado por factores ambientales como el fotoperiodo, la temperatura y la disponibilidad de reservas en los tejidos. En regiones tropicales, la floración suele coincidir con el incremento de la temperatura y la reducción del estrés hídrico posterior a la estación seca. La acumulación de carbohidratos en los tallos maduros actúa como señal interna para iniciar la formación floral, mientras que el balance hormonal —dominado por giberelinas y auxinas— determina el número y tamaño de las yemas. En sistemas de alta productividad, esta etapa puede inducirse artificialmente mediante reguladores de crecimiento o control hídrico, sincronizando la floración para asegurar cosechas más homogéneas.

La floración de la pitahaya es un espectáculo biológico de precisión y fugacidad. Las flores, de gran tamaño y fragancia intensa, se abren exclusivamente durante la noche y permanecen receptivas solo unas pocas horas antes del amanecer. Esta adaptación al polinizador nocturno —principalmente murciélagos del género Glossophaga y polillas esfíngidas— condiciona tanto la estructura floral como el momento exacto de apertura. El éxito de la fecundación depende de la sincronía entre la floración y la actividad de los polinizadores, un fenómeno fácilmente alterado por variaciones de temperatura o iluminación nocturna. En sistemas comerciales, donde la fauna polinizadora suele ser escasa, la polinización manual se convierte en una práctica indispensable, especialmente en especies autoincompatibles como Hylocereus undatus. La eficiencia de este proceso determina directamente el porcentaje de cuajado y la uniformidad del tamaño de los frutos.

Una vez fecundado el ovario, la planta entra en la fase de cuajado y desarrollo del fruto, caracterizada por una intensa movilización de asimilados desde los cladodios hacia los ovarios en crecimiento. El fruto de pitahaya es una baya compuesta, con una cáscara engrosada y brácteas carnosas que le confieren su forma característica. Durante las primeras semanas predomina la división celular, seguida de una fase de expansión en la que el crecimiento se acelera exponencialmente. El contenido de azúcares solubles y pigmentos comienza a acumularse desde etapas tempranas, pero su concentración final depende de la fotosíntesis nocturna y del balance entre demanda y suministro de carbohidratos. En este punto, el fósforo y el potasio resultan fundamentales: el primero para la síntesis de compuestos energéticos, y el segundo para mantener la turgencia y el transporte de azúcares hacia los frutos.

El desarrollo del fruto culmina con la maduración, proceso que transforma la fisiología interna y la apariencia externa de la baya. En esta etapa, la clorofila se degrada y se activan rutas biosintéticas de betalaínas, pigmentos responsables de los tonos rojos, púrpuras y amarillos característicos del fruto. Paralelamente, se incrementa la concentración de glucosa, fructosa y sacarosa, mientras disminuyen los ácidos orgánicos, modificando el sabor y la textura. El etileno desempeña un papel modulador en esta fase, aunque el fruto no es plenamente climatérico; su madurez está controlada principalmente por la relación entre la actividad respiratoria y la degradación de pectinas en la pared celular. En condiciones óptimas, el fruto alcanza la madurez fisiológica entre 30 y 50 días después de la floración, dependiendo de la especie y del régimen térmico.

El momento de cosecha es decisivo, pues determina la calidad organoléptica y la vida poscosecha. Un corte anticipado impide el desarrollo completo del color y la acumulación de azúcares; una cosecha tardía, en cambio, incrementa la susceptibilidad al deterioro y a las infecciones fúngicas por Alternaria o Colletotrichum. El índice de cosecha se define generalmente por el cambio de color de la cáscara —del verde al rosado o amarillo— y por el contenido de sólidos solubles totales, que en frutos de alta calidad oscila entre 13 y 17 °Brix. Tras la recolección, la fisiología del fruto continúa activa durante varios días, con un metabolismo de azúcares que persiste lentamente antes del enfriamiento.

Mientras los frutos maduran, la planta reinicia su fase de rebrote, emitiendo nuevos cladodios desde los segmentos maduros. Este fenómeno demuestra la naturaleza perenne y cíclica del cultivo: vegetación y reproducción coexisten simultáneamente en distintos niveles del mismo individuo. Cada brote nuevo se convertirá en potencial estructura productiva para el siguiente ciclo, dependiendo del manejo del balance de carga y de la poda. Una planta sometida a exceso de fructificación reducirá su capacidad vegetativa y, en consecuencia, su rendimiento futuro; una poda oportuna, en cambio, restaura la vigorosidad y favorece la renovación de tejidos.

Las etapas fenológicas de la pitahaya no solo representan una secuencia temporal, sino una red de procesos fisiológicos interdependientes. En la brotación, la planta construye su capacidad fotosintética; en la diferenciación floral, traduce la acumulación de reservas en potencial reproductivo; en la fructificación, redistribuye su energía hacia la perpetuación genética. Este flujo continuo de energía y materia está gobernado por el entorno: temperatura, humedad, fotoperiodo y disponibilidad de nutrientes. La intervención agronómica —riegos controlados, fertilización balanceada, regulación de la floración— permite armonizar ese ritmo natural con los objetivos productivos, sin violentar el orden biológico que le da sentido.

En el fondo, el cultivo de pitahaya es un diálogo entre fisiología y entorno, entre el tiempo biológico de la planta y el tiempo humano de la producción. Cada fase, al ser comprendida y respetada, ofrece al agricultor la posibilidad de anticipar respuestas, optimizar recursos y acompañar el desarrollo del fruto con la misma precisión con la que la naturaleza coordina sus ciclos. En su fenología reside no solo la clave de su rendimiento, sino también la evidencia de cómo la inteligencia vegetal se adapta, responde y prospera en equilibrio con su entorno.

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