La agricultura persa representa una de las síntesis más apreciables de adaptación ecológica y organización humana en ambientes áridos y semiáridos. A lo largo del antiguo Irán, las civilizaciones que se desarrollaron desde el periodo aqueménida hasta el sasánida implementaron sistemas en los que el agua, el suelo y la tecnología social conformaban una tríada inseparable. Este legado reposa no sólo en la abundancia de alimentos, sino en la capacidad de sostener comunidades en entornos naturalmente limitados, rediseñando los límites del paisaje en beneficio productivo.
La gestión del recurso hídrico se configuró como la base fundamental de este modelo. En los amplios desiertos del interior iraní, donde los ríos superficiales eran escasos o estacionales, surgió el sistema de qanāt (también llamado karīz) como una solución técnica brillante para la captación de aguas subterráneas. Estos túneles horizontales, excavados a lo largo de kilómetros y acompañados por pozos verticales cada veinte o treinta metros, conducían el agua por gravedad desde acuíferos hasta los campos irrigados. Gracias a esta infraestructura, la agricultura se volvió viable en regiones que de otro modo habrían permanecido deshabitadas, y la evaporación superficial quedó reducida al mínimo.
La existencia de este sistema permitió que los persas transformaran suelos marginales en tierras productivas mediante una ingeniería agrícola integrada. El uso de terrazas, canales de distribución y reservorios garantizaba el almacenamiento y la conducción del agua hacia los cultivos, a la vez que controlaba la erosión. Por ejemplo, el Shushtar Historical Hydraulic System, que data de la era sasánida, ilustra la combinación de presas, canales, molinos y jardines irrigados que abastecían regiones hasta entonces improductivas. Este enfoque enfatizó la necesidad de un manejo técnico-financiero de los recursos y de una gestión comunitaria de las infraestructuras, pues los qanāt debían mantenerse y repararse con responsabilidad colectiva.
Las condiciones edáficas y climáticas del altiplano iraní impusieron restricciones severas, lo cual determinó que la intensificación agrícola se basara más en la tecnología y la organización que en la extensión territorial. Las tierras aprovechables eran aproximadamente un 15 % del total de la superficie agraria, y gran parte del territorio se dedicaba al pastoreo o quedaba como desierto. Por ello, el ciclo productivo combinaba tres modos: la agricultura de secano basada en lluvias invernales (trigo, cebada), la irrigada mediante canales superficiales o subterráneos, y la ganadería complementaria. Esta combinación aseguraba una diversificación que mitigaba el riesgo climático.
Dentro de los espacios irrigados, la rotación de cultivos y la incorporación de descanso para el suelo fueron parte del régimen agrario persa. En zonas de riego, se cultivaban cereales como el trigo y la cebada, además de frutales (granados, vid, dátiles) y hortalizas adaptadas a los oasis irrigados. La presencia de jardines en el palacio de Pasargadae, con sistemas de riego y árboles frutales, ilustra esta mezcla de producción agrícola y ornamental, que también formaba parte de un discurso político sobre la soberanía del rey. En paralelo, la escasez de agua obligó a que la producción se concentrara en parcelas bien gestionadas, con una clara calidad sobre cantidad, y no en la extensión masiva.
El estado persa intervino activamente en el control y la planificación agraria como parte de su aparato administrativo. Los archivos de la corte aqueménida revelan que los tributos incluían grano, ganado y productos agrícolas, lo que muestra que la estructura agraria estaba integrada en la economía imperial. La organización del agua y la tierra implicaba derechos compartidos, canales comunales, regulaciones de distribución y sanciones para la negligencia. En este sentido, la agricultura persa fue más que una práctica rural: fue un componente estructural del Estado, articulando técnica, economía y poder.
La biodiversidad cultivada y la adaptación al entorno formaron otra clave estratégica. En montañas y laderas, se cultivaban vides y olivos, mientras que en las tierras irrigadas se plantaban granos y árboles frutales. En las regiones más áridas, el granulose de pistacho, el azafrán o el algodón se convirtieron en cultivos viables gracias al manejo fino del agua. Esta combinación demuestra la lógica de un sistema de agricultura diversificada que buscaba no solo alimentos básicos sino también productos de valor comercial, lo cual reforzó la economía agraria y la conectividad entre zonas rurales y urbanas.
La conceptualización del espacio como jardín o paraíso controlado tuvo también su reflejo técnico. Los “jardines persas” incorporaban canales de agua traídos desde los qanāt, plantaciones de árboles y disposición geométrica del paisaje que reflejaban la autoridad del hortelano y la eficacia de su sistema de irrigación. Ese ideal se vinculaba a la agricultura funcional: no era solo alimento, sino orden, estética y poder. La tecnología del agua, los cultivos seleccionados y las infraestructuras irrigadas confluyeron en una visión agrícola que trascendía lo meramente productivo.
El sistema persa comprendía que la sostenibilidad requería no sólo innovaciones técnicas, sino prácticas sociales arraigadas. El mantenimiento de los qanāt dependía de vecinos, propietarios y autoridades locales que debían colaborar para desobstruir los túneles, reparar los pozos verticales y asegurar el flujo. Esta gestión colectiva implicaba una forma de propiedad compartida del recurso hídricos que difería de la lógica de expansión ilimitada. En consecuencia, la agricultura persa no provocó grandes bloques de cultivo lineal, sino una red de oasis y parcelas irrigadas, respectivamente adaptadas a la heterogeneidad del territorio.
Aunque los cultivos cerealeros se consideraban esenciales, el acceso al agua permitió el desarrollo de productos de exportación y lujo agrícola, lo que a su vez generó vínculos interregionales. Las rutas comerciales que atravesaban el Imperio persa favorecieron el intercambio de semillas, productos y tecnologías agrícolas, amplificando la escala del sistema. La capacidad de integrar la producción local con redes mayores de intercambio impulsó una economía agraria integrada que fortalecía tanto la base alimentaria como la riqueza excedentaria del imperio.
La herencia de la agricultura persa es aún evidente en la moderna República Islámica de Irán, donde los qanāt continúan en uso o han sido estudiados como modelos de gestión de agua sostenible. Su sistema combina eficiencia hidráulica, adaptabilidad ambiental y organización socioeconómica: tres ejes que hoy conforman la noción de agroecosistema resiliente. En ese sentido, la agricultura persa no fue una simple técnica agrícola antigua, sino un conjunto de soluciones integradas a entornos complejos que hoy retienen plena vigencia.
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