El agro aún no está tan tecnificado como nos gustaría (hablando de tecnificación digital). Quizá solamente 3-5% del sector utiliza algún tipo de tecnología digital en sus operaciones diarias.
Sin embargo, todos los días se está digitalizando una buena cantidad de información agrícola: datos climáticos, mapas de suelos, patrones de riego, rendimientos por parcela, imágenes satelitales, aplicación de fertilizantes, registros de patógenos, etc.
Todo esto gracias a sensores, drones, estaciones meteorológicas, plataformas digitales, apps móviles y softwares de gestión. La revolución tecnológica en el agro ya no es una promesa, es una realidad.
Y si bien, todas estas nuevas tecnologías han permitido o están permitiendo superar un punto crucial: aumentar los rendimientos de los cultivos agrícolas, al tiempo que se afecta menos a los ecosistemas; la realidad es que hay una arista que se está convirtiendo en el elefante blanco en medio de la habitación…
¿Quién es dueño de la información que se genera cuando se utilizan tecnologías digitales? ¿Dónde se guardan todos esos datos y quién decide qué se hace con ese inmenso conjunto de información?
En la mayoría de los países de América Latina, este tema simplemente no está regulado. Es decir, no hay un marco legal claro que diga si los datos pertenecen al agricultor o a la empresa que presta el servicio, que desarrolló la tecnología o que simplemente recaba la información.
Estoy seguro que algo nos queda claro a todos: esa información es valiosísima, al grado que hay empresas que estarían dispuestas a pagar por ella. ―¿Cuánto pagarías por un directorio de agricultores de un determinado cultivo, a los que podrías llamarles para ofrecerles tu producto o servicio?―
“La digitalización es la clave del futuro del agro.” Seguro has escuchado esto en más de una ocasión. Hasta un cierto punto estoy de acuerdo, solo nos falta agregar que “también puede convertirse en su mayor dolor de cabeza”.
Haber, no es que estemos al borde del abismo. Tengo fe en que las empresas que recaban y resguardan este tipo de datos se manejan con la legalidad necesaria. Incluso sé de algunas que declaran abiertamente que los datos le pertenecen a sus clientes, es decir, los agricultores.
Pero una cosa es decirlo y otra es cumplirlo: ¿cómo se le traspasarían esos datos en caso de que así lo soliciten?, ¿cuál es el mecanismo para evitar copias no autorizadas de esos datos?, ¿a quién se debe recurrir dentro de la empresa en caso de querer conocer más sobre el tratamiento de datos?
No es un tema menor esto de los datos. Otras tantas industrias llevan décadas tratando de darle forma a todo este laberinto que representan los datos digitales; algunas con mayor éxito que otras.
Y considero que este es un tema que se debe poner sobre la mesa, porque el agro se tecnifica más de forma digital con cada día que pasa. Y la acumulación de datos puede ser una forma de acumulación de poder. Quien tiene los datos tiene la capacidad de tomar mejores decisiones; puede anticiparse al mercado, establecer mejores precios, comprar insumos a precios más bajos, etc.
Es más, supongamos un mundo en el que todos dentro del agro actúan de buena fe, en el que los datos agrícolas se recaban, analizan y protegen de la mejor manera posible. ¿Qué pasaría si alguien que no es de agro ataca servidores de una empresa que ofrece un ERP (por ejemplo)? ¿Cuánto valen los datos confidenciales de una empresa agrícola? ¿Cuánto estaría dispuesta esta empresa a pagar por liberar sus datos? ¿O tendría que pagar el rescate la empresa que proporciona el servicio, cuyos servidores fueron vulnerados?
Vayamos un poco más allá: ¿Qué pasaría si los datos de empresas agrícolas clave para un país estuvieran alojados en servidores web que se encuentran en otro país? ¿Puede este otro país tener jurisdicción legal sobre esos datos sensibles? La verdad es que no queda del todo claro y depende de revisar la ley de cada país al respecto.
¿Cuándo fue la última vez que viste una política de datos de una empresa digital agrícola? No se encuentran fácilmente, y algunas veces me he sumergido (con ayuda de ChatGPT) en sus políticas de privacidad. Y no, no hay mucho sobre el manejo de datos.
Mi opinión es que los datos siempre deben ser del agricultor, punto. En todo momento este debería poder disponer de ellos de la forma que mejor le convenga.
Claro, no hay muchas cosas estandarizadas, y eso es una gran limitante. Pero la competencia entre empresas agrotecnológicas aumenta de forma constante, por lo que pronto será normal el poder llevarte tus datos de una empresa a otra.
Dicho esto, también considero que las empresas deben tener la posibilidad de utilizar los datos de sus clientes ―mientras sigan siendo sus clientes―, para mejorar sus modelos, sistemas, softwares o lo que sea que puedan mejorar, porque de esta manera también tendrían la posibilidad de mejorar su solución, beneficiando a los agricultores. Este es un ciclo en el que todos ganan.
Ahora bien, para que ese ciclo virtuoso funcione de verdad, hace falta una pieza clave: la confianza. Y la confianza no se construye con promesas, sino con reglas claras, procesos transparentes y un verdadero compromiso con la ética digital. El agricultor debe saber exactamente qué datos se recopilan, para qué se usan, quién puede acceder a ellos, por cuánto tiempo se almacenan y qué derechos tiene sobre ellos. Sin eso, cualquier innovación tecnológica se construye sobre terreno inestable.
Y aquí entra el rol del Estado. No podemos dejarlo todo a la autorregulación del mercado. Así como hay normas sanitarias, ambientales y laborales en el agro, también deberían existir normas claras para el manejo de los datos digitales. No se trata de entorpecer la innovación, sino de proteger a quienes producen nuestros alimentos y asegurar un desarrollo justo de la digitalización en el campo.
Si lo pensamos bien, los datos no son un subproducto técnico; son un activo estratégico. Tan estratégico como el agua, la tierra o las semillas. Entonces, ¿por qué estamos dejando este tema a su suerte?
Y quiero reiterar, no vamos tarde, pero estamos justo en el momento para hablar de ello. Hoy sensores, softwares, drones, etc., ya son conceptos y tecnologías integradas en el vocabulario del agro. No son utopías o sueños lejanos; son una realidad, y como tal, hay que afrontar los temas relacionados con ellos.
No se trata de rechazar la tecnología digital aplicada a la agricultura, sino de abrazarla con responsabilidad. De exigir que su uso respete el trabajo del agricultor. De construir un ecosistema digital donde la innovación no vaya de la mano de la opacidad, sino de la equidad, la transparencia y el respeto mutuo.