La piña (Ananas comosus L. Merr.) constituye un paradigma de precisión fisiológica en los cultivos tropicales. Su desarrollo fenológico revela la sofisticación con la que una planta puede coordinar sus procesos internos con el entorno, transformando la radiación solar, el agua y los nutrientes del suelo en un sistema biológico de notable eficiencia. A diferencia de muchos frutales, su ciclo no se ajusta a las estaciones, sino a la interacción entre temperatura, fotoperiodo y manejo agronómico. Cada fase del crecimiento de la piña representa un equilibrio dinámico entre la expansión vegetativa y la diferenciación reproductiva, donde la intervención humana —en particular mediante la inducción floral— desempeña un papel tan determinante como el clima mismo.
El ciclo comienza con la etapa de establecimiento, que inicia al plantar el material vegetativo —coronas, hijuelos o retoños basales— en un suelo bien drenado y rico en materia orgánica. A diferencia de las semillas, los propágulos de piña ya contienen reservas y tejidos diferenciados, lo que permite una rápida regeneración del sistema radical. Durante las primeras semanas, la planta se enfoca en la formación de raíces adventicias y la adaptación al microambiente. En este punto, la fisiología está dominada por el balance hídrico y por el establecimiento de un gradiente osmótico adecuado para absorber nutrientes. Una humedad excesiva puede causar asfixia radicular y favorecer el desarrollo de patógenos como Phytophthora cinnamomi, mientras que una sequía temprana limita la expansión foliar y retrasa la formación del ápice vegetativo.
Una vez establecida, la planta entra en la fase de crecimiento vegetativo, que constituye el periodo más prolongado del ciclo fenológico. Durante esta etapa, la piña concentra su energía en la expansión del follaje, compuesto por hojas rígidas y suculentas que funcionan como reservorios de agua y centros activos de fotosíntesis. El meristemo apical permanece en estado vegetativo, produciendo nuevas hojas en espiral, cada una con un patrón anatómico diseñado para captar la radiación incidente y minimizar la pérdida de agua por transpiración. La fisiología del cultivo se caracteriza aquí por la acumulación de carbohidratos y compuestos de reserva, que serán decisivos en la fase reproductiva. La tasa de crecimiento depende directamente de la temperatura (óptima entre 25 y 30 °C), de la disponibilidad de nitrógeno y de la uniformidad de luz; en condiciones óptimas, una planta puede emitir de 40 a 50 hojas antes de alcanzar la madurez vegetativa.
La transición entre crecimiento y reproducción se conoce como inducción floral, y constituye uno de los hitos más críticos del ciclo fenológico de la piña. En condiciones naturales, la floración puede ocurrir de manera irregular entre los 10 y 18 meses después de la siembra, influida por el estrés ambiental o por variaciones de fotoperiodo. Sin embargo, en los sistemas comerciales se busca uniformar este proceso mediante la aplicación controlada de reguladores de crecimiento, como la etefón (liberadora de etileno), que actúa sobre el meristemo promoviendo la transformación del ápice vegetativo en un primordio floral. Esta etapa marca el cambio de paradigma metabólico: la planta deja de producir hojas y canaliza sus reservas hacia la formación de la inflorescencia. La respuesta a la inducción depende de la edad fisiológica y del estado nutricional; una planta inmadura o mal nutrida puede no responder al tratamiento, generando asimetrías en la cosecha.
Aproximadamente entre seis y ocho semanas después de la inducción, el ápice vegetativo se convierte en una inflorescencia compacta, que emerge desde el centro de la roseta foliar. La etapa de floración se desarrolla gradualmente, con la apertura sucesiva de flores desde la base hacia el ápice. Cada flor es hermafrodita, pero la planta presenta un grado elevado de autoincompatibilidad, lo que explica la rareza de la formación de semillas. La fecundación natural, aunque posible, no es deseada en la producción comercial, ya que reduce la calidad del fruto. Por ello, en regiones productoras como Costa Rica o Filipinas, se evita la presencia de polinizadores como los colibríes y abejas melíferas durante esta fase. El proceso floral se acompaña de una intensa actividad metabólica: aumenta la respiración, se movilizan reservas de carbohidratos hacia la inflorescencia y se produce un cambio en la relación hormonal, con predominio del etileno y las auxinas.
Una vez completada la floración, las flores individuales se fusionan mediante un fenómeno de coalescencia de ovarios, sépalos y brácteas, dando origen al fruto múltiple característico de la piña. Esta fase, conocida como desarrollo del fruto, se extiende durante aproximadamente 120 días y se divide en dos subfases: crecimiento y llenado. En la primera, la expansión celular predomina y el fruto aumenta rápidamente de tamaño; en la segunda, los tejidos acumulan azúcares, ácidos orgánicos y compuestos volátiles que definirán su sabor y aroma. La translocación de fotoasimilados desde las hojas hacia el fruto depende de la eficiencia fotosintética, del balance hídrico y de la relación fuente-destino. En este punto, la fertilización potásica adquiere una importancia crucial: el potasio interviene en la síntesis de azúcares, en la regulación osmótica y en la resistencia poscosecha. Un déficit de este elemento se manifiesta en frutos de menor dulzura y con tejidos más susceptibles a la fermentación.
El enrojecimiento y maduración del fruto se asocian a la acumulación progresiva de carotenoides, principalmente β-caroteno, y a la degradación de clorofilas en los tejidos externos. Internamente, la conversión de sacarosa y la disminución de ácidos como el cítrico y málico determinan el perfil organoléptico final. A diferencia de los frutos climatéricos, la piña no presenta un pico respiratorio postcosecha; una vez separada de la planta, su maduración apenas avanza, razón por la cual el momento de cosecha debe definirse con precisión fisiológica. Un corte prematuro produce frutos ácidos y de baja calidad comercial; una cosecha tardía incrementa el riesgo de sobre maduración y de pudriciones. El punto óptimo se identifica por el color de la cáscara, la firmeza y el contenido de sólidos solubles totales, parámetros que reflejan el equilibrio entre madurez fisiológica y calidad sensorial.
Tras la cosecha, el ciclo de la piña no se detiene del todo. En el campo, las plantas madre emiten hijuelos basales o coronarios que servirán como nuevo material vegetativo. Estos brotes, formados durante la fase de fructificación, representan el mecanismo de regeneración natural del cultivo. La planta principal, sin embargo, entra en senescencia, reduciendo su actividad fotosintética y transfiriendo sus últimas reservas a los hijuelos. Este proceso marca el fin del ciclo fenológico, pero también el comienzo de una nueva generación, asegurando la continuidad del sistema productivo. En plantaciones tecnificadas, la elección del tipo de hijuelo —ya sea basal, de corona o de retoño aéreo— se hace según el equilibrio deseado entre tamaño, uniformidad y velocidad de desarrollo.
El estudio de las etapas fenológicas de la piña pone en evidencia la notable plasticidad de este cultivo para adaptarse a condiciones diversas y responder a estímulos controlados. Su fisiología combina la estabilidad de una planta perenne con la previsibilidad de un ciclo agrícola ajustable. Cada fase —desde la implantación hasta la madurez— se encuentra entrelazada por un flujo de energía que el productor puede modular con precisión, siempre que comprenda los mecanismos internos que lo sustentan. La fenología de la piña no es simplemente una cronología de eventos, sino una coreografía de procesos biológicos sincronizados con el ambiente y con la mano humana. En ella se materializa la frontera entre la naturaleza y la técnica, donde el conocimiento agronómico transforma la biología en productividad, y el tiempo de la planta se convierte en el tiempo de la agricultura.
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