La alfalfa (Medicago sativa L.) representa uno de los pilares fisiológicos y ecológicos de la agricultura moderna. Su ciclo vital sintetiza el equilibrio entre fijación biológica de nitrógeno, acumulación de biomasa y resiliencia perenne. En ella confluyen procesos metabólicos complejos que permiten una regeneración continua tras cada corte y una capacidad inusual para adaptar su fenología a la variabilidad climática. Comprender las etapas fenológicas del cultivo de alfalfa implica reconocer la arquitectura funcional de una planta que ha evolucionado para resistir la adversidad y al mismo tiempo alimentar sistemas agropecuarios enteros. Cada transición fenológica es una reorganización interna de recursos, una respuesta bioquímica que revela cómo la vida vegetal convierte la energía solar y la interacción microbiana en materia nutritiva y sostenible.
El punto inicial del ciclo ocurre con la germinación de la semilla, una fase en apariencia sencilla, pero de enorme sofisticación fisiológica. La semilla de alfalfa posee un tegumento duro y semipermeable que impide la absorción inmediata de agua, lo que exige un proceso de escarificación natural o mecánica para romper la dormancia. Una vez que el agua penetra el embrión, se activan enzimas como las amilasas y proteasas, responsables de degradar los compuestos de reserva en el endospermo. La temperatura ideal para este proceso oscila entre 20 y 25 °C, con una humedad cercana al 60% de la capacidad de campo del suelo. En condiciones óptimas, la radícula emerge entre 24 y 48 horas después de la imbibición, estableciendo la conexión con el sustrato y dando paso a la emisión de la plúmula. Esta fase inicial define la tasa de establecimiento del cultivo y, por extensión, su longevidad productiva.
Una vez completada la emergencia, la plántula entra en la fase de establecimiento, en la que se desarrolla el sistema radicular característico de la especie: una raíz pivotante profunda, acompañada de raíces secundarias que exploran los primeros 30 centímetros del suelo. Esta arquitectura le confiere una ventaja adaptativa frente al estrés hídrico y la compactación. Al mismo tiempo, se inicia la simbiosis con bacterias del género Rhizobium meliloti, que colonizan los pelos radicales y forman los nódulos fijadores de nitrógeno. En ellos ocurre la conversión del nitrógeno atmosférico (N₂) en amonio (NH₄⁺), un proceso catalizado por la nitrogenasa, enzima sensible al oxígeno, protegida por la leghemoglobina que regula la oxigenación interna. Este mecanismo convierte a la alfalfa en una planta parcialmente autosuficiente en nitrógeno y en un componente clave para la fertilidad del suelo.
Durante el crecimiento vegetativo, la alfalfa despliega su máximo potencial fotosintético. La planta desarrolla tallos finos y flexibles con hojas trifoliadas ricas en clorofila y proteínas. Cada hoja actúa como un módulo autónomo de captura de energía, y la tasa fotosintética neta puede superar los 20 μmol de CO₂ por metro cuadrado por segundo bajo condiciones de alta luminosidad. En esta etapa, las auxinas y citoquininas mantienen una relación hormonal que favorece la expansión celular, mientras que las giberelinas promueven la elongación de los tallos. La biomasa aérea se incrementa de forma exponencial y la planta acumula reservas de carbohidratos no estructurales, principalmente en las raíces y la corona, que servirán de energía para la regeneración posterior a los cortes. La eficiencia de este almacenamiento es determinante para la persistencia del cultivo en sistemas de corte continuo.
El tránsito hacia la fase de prefloración marca el inicio de la madurez fisiológica. Las yemas apicales comienzan a diferenciarse y los tallos detienen parcialmente su crecimiento en longitud. Se incrementa la síntesis de compuestos fenólicos y lignina, que fortalecen los tejidos estructurales pero reducen la digestibilidad forrajera. El equilibrio entre calidad y cantidad de biomasa se define en este punto: cortar la alfalfa antes de la floración maximiza el contenido proteico, mientras que permitir el avance hacia la floración mejora la persistencia del cultivo gracias a la reposición de reservas radiculares. La decisión agronómica sobre el momento de corte, por tanto, es un acto de interpretación fenológica más que de calendario.
Con la floración plena, la planta exhibe una intensa actividad reproductiva. Las inflorescencias racimosas, compuestas por flores papilionadas de color violeta, reflejan una sincronización precisa entre la temperatura, la longitud del día y la acumulación de carbohidratos. En este momento, los niveles de nitrógeno soluble en los tejidos disminuyen, ya que gran parte se destina a la síntesis de proteínas estructurales y a la formación de óvulos y polen. La fecundación, en gran medida entomófila, requiere la acción de abejas del género Megachile, capaces de activar el mecanismo de resorte de la flor. Sin embargo, en sistemas forrajeros la floración raramente culmina en fructificación, puesto que los cortes se realizan antes de la madurez de las vainas. Este detalle subraya una paradoja: el cultivo se mantiene perpetuamente en tensión entre su impulso reproductivo y la intervención humana que lo detiene para aprovechar su etapa más nutritiva.
Posteriormente, si se permite el ciclo completo, la formación de vainas y semillas constituye la culminación del desarrollo fenológico. Cada vaina encierra entre seis y diez semillas duras, con tegumentos que confieren longevidad, pero también dormancia prolongada. La maduración fisiológica de las semillas ocurre cuando su humedad interna desciende por debajo del 15%, acompañada de la deshidratación del pericarpio. Durante este proceso, la planta experimenta una marcada senescencia foliar: las hojas basales se tornan amarillentas por la redistribución de nitrógeno hacia los órganos reproductivos. La senescencia, lejos de ser un signo de decadencia, es una reprogramación metabólica orientada a garantizar la continuidad genética.
El rasgo más distintivo de la alfalfa, sin embargo, es su capacidad para rebrotar después del corte. Este fenómeno de regeneración vegetativa ocurre gracias a la actividad de los meristemos basales situados en la corona, una estructura engrosada en la base del tallo. Tras el corte, las reservas acumuladas en las raíces se movilizan para formar nuevos brotes, incluso antes de que las hojas remanentes reanuden la fotosíntesis. La rapidez del rebrote depende de la altura de corte, el estado fenológico previo y la disponibilidad hídrica. Cortes demasiado bajos o repetidos en fases de floración temprana reducen las reservas de carbohidratos, comprometiendo la longevidad del cultivo. Así, cada ciclo de crecimiento y corte constituye una oscilación energética donde la planta alterna entre consumo y restauración de recursos internos.
En los sistemas perennes, la alfalfa también experimenta una fase de dormancia invernal, inducida por fotoperiodos cortos y bajas temperaturas. Durante este periodo, se reduce la actividad enzimática, la transpiración y la tasa fotosintética, mientras se incrementa la concentración de azúcares solubles y proteínas antifrío en las raíces. Estos compuestos actúan como crioprotectores que estabilizan las membranas celulares y previenen la formación de cristales de hielo intracelulares. La dormancia no es un estado de inactividad absoluta, sino una forma de ahorro energético que permite sobrevivir a temperaturas por debajo de cero. Cuando la primavera restablece las condiciones de luz y temperatura, la planta reanuda su crecimiento con vigor, demostrando su extraordinaria capacidad de resiliencia fenológica.
Cada una de las etapas fenológicas de la alfalfa, desde la germinación hasta la dormancia, se articula en torno a un principio de reciprocidad ecológica: lo que la planta toma del suelo, lo devuelve en forma de fertilidad y estructura. A través de la simbiosis con Rhizobium, la fijación de carbono y la acumulación de biomasa, el cultivo transforma la energía solar y la atmósfera en recursos renovables. Su manejo exige una comprensión profunda de estos procesos temporales, donde la fisiología y la agronomía se entrelazan en una danza rítmica de crecimiento, corte y renacimiento. En el lenguaje silencioso de sus hojas y raíces, la alfalfa revela la precisión con que la vida vegetal sincroniza sus ciclos con la Tierra, ofreciendo un ejemplo sublime de cómo la biología y la agricultura pueden coexistir bajo un mismo principio de equilibrio y continuidad.
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