Los pioneros de la agronomía en la rama de entomología

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La comprensión moderna de las interacciones entre plantas, insectos y ambiente se sostiene en una base histórica construida por mentes que, aun sin disponer de las herramientas analíticas actuales, alcanzaron una lucidez sorprendente. Entre los pioneros de la agronomía orientada a la entomología, pocos intuían que el comportamiento de los insectos seguía patrones regulados por leyes ecológicas que hoy resultan evidentes. Ellos observaron, describieron y compararon fenómenos que aparecían difusos a los agricultores, quienes dependían de prácticas empíricas para enfrentar plagas que podían arrasar cosechas enteras. Ese primer esfuerzo por sistematizar el conocimiento transformó la relación entre seres humanos y organismos que, aunque diminutos, definen la productividad de paisajes agrícolas completos.

A medida que avanzaba el siglo XVIII, surgieron investigadores que, impulsados por la curiosidad y la necesidad productiva, comenzaron a diseccionar la complejidad del mundo de los insectos. Uno de los más influyentes fue Réaumur, cuyas observaciones meticulosas sobre metamorfosis y fisiología permitieron entender las etapas vulnerables de muchas especies consideradas plaga. Su trabajo abrió la puerta al análisis de los ciclos biológicos como herramientas estratégicas, una idea que acabaría siendo central en el control agrícola. Las prácticas derivadas de estas interpretaciones dieron lugar a un marco conceptual en el que la biología del desarrollo, la ecología trófica y la interacción planta–insecto adquirieron relevancia explícita.

Sin embargo, fueron figuras como Thomas Say quienes aportaron una base taxonómica indispensable. La clasificación rigurosa de especies permitió diferenciar insectos perjudiciales de los benéficos, evitando la eliminación indiscriminada que caracterizaba a la agricultura tradicional. Este reconocimiento de la diversidad funcional llevó a comprender que los ecosistemas agrícolas no son meras extensiones productivas, sino comunidades complejas donde los artrópodos actúan como agentes de equilibrio, polinizadores, descomponedores o depredadores. A partir de entonces, la agronomía comenzó a incorporar la idea de que la biodiversidad funcional es un componente esencial para sostener sistemas resilientes y productivos.

Con el avance del siglo XIX, la revolución conceptual alcanzó mayor profundidad gracias a investigadores como Charles Riley, considerado uno de los fundadores de la entomología económica. Su trabajo mostró que el control de plagas debía basarse en principios científicos y no en prácticas reactivas. Riley impulsó la observación sistemática de condiciones climáticas, hábitos de los insectos y respuestas de los cultivos. Con ello introdujo la noción de manejo integrado, aunque sin usar esa terminología, al promover intervenciones que equilibraran eficacia, costo y conservación de enemigos naturales. Sus estrategias demostraron que la intervención mecánica, biológica y cultural podía coordinarse para reducir daños sin comprometer la estabilidad ecológica.

La idea de aprovechar la acción de organismos benéficos tomó forma concreta con el trabajo de Paul DeBach, ya en el siglo XX, quien desarrolló la control biológico clásico como disciplina formal. DeBach comprendió que la introducción de enemigos naturales específicos era una solución más duradera y menos disruptiva que la dependencia creciente de insecticidas sintéticos. Su visión se construyó sobre décadas de observaciones previas y proporcionó la arquitectura conceptual para programas que, aún hoy, siguen aplicándose en cítricos, hortalizas y cultivos perennes. En su enfoque, la clave era restablecer la regulación natural interrumpida por prácticas agrícolas intensivas.

A partir de esas bases, surgió un interés por entender no sólo quiénes eran los insectos, sino cómo perciben el ambiente y cómo se comunican. El desarrollo de la ecología química, impulsado por científicos como E.O. Wilson y Karl von Frisch, reveló que los insectos responden a señales volátiles, feromonas y compuestos emitidos por plantas dañadas. Este campo abrió nuevas posibilidades para manipular comportamientos sin recurrir a toxinas, como la técnica de confusión sexual o la atracción para trampas específicas. Aunque estos avances suelen asociarse a la biología general, sus aplicaciones agronómicas han sido profundas y continúan evolucionando con la identificación de metabolitos que median interacciones complejas.

El puente entre las observaciones de los pioneros y la agronomía contemporánea se consolidó cuando se comprendió que los paisajes agrícolas modifican radicalmente las dinámicas poblacionales de insectos. La fragmentación del hábitat, la simplificación del mosaico vegetal y la homogeneización del suelo alteran la disponibilidad de refugios para depredadores y parasitoides. Investigadores de principios del siglo XX, como Severin y Peterson, comenzaron a cuantificar estos efectos al estudiar vectores de enfermedades vegetales, introduciendo el análisis epidemiológico dentro de la entomología agrícola. Sus descubrimientos mostraron que la transmisión de patógenos depende tanto del comportamiento del insecto como de la estructura del agroecosistema.

Este giro hacia una visión sistémica impulsó el desarrollo de modelos matemáticos que permitieron anticipar brotes de plagas, algo impensable para los primeros naturalistas. Con la aparición de conceptos como umbral económico de daño y densidad crítica, la toma de decisiones se volvió más precisa. Estas herramientas, inspiradas en la obra de pioneros como Stern y Smith, transformaron la práctica agrícola al sustituir la intuición por criterios cuantitativos que optimizaron recursos y minimizaron impactos ambientales. La aproximación se enriqueció con datos meteorológicos, genética poblacional y dinámica de nutrientes, integrando múltiples escalas en la evaluación de riesgos.

El estudio fisiológico de los insectos también encontró impulso en los trabajos fundacionales de Wigglesworth, quien desentrañó mecanismos hormonales que regulan crecimiento y metamorfosis. Este conocimiento facilitó el diseño de reguladores de crecimiento insectil, herramientas que actúan de forma más selectiva que los insecticidas tradicionales. Su implementación redujo la presión química sobre organismos no objetivo y abrió una vía hacia estrategias de manejo más compatibles con la conservación de la fauna auxiliar. La atención se centró en comprender cada vez con mayor detalle los procesos reguladores internos, reforzando la idea de que la intervención agronómica debe respetar la arquitectura biológica de los sistemas vivos.

Mientras tanto, el reconocimiento de los polinizadores como pieza clave de la agricultura tuvo entre sus figuras a François Huber y, posteriormente, a Eva Crane, cuyas investigaciones sobre abejas ofrecieron una visión extraordinariamente rica del comportamiento social y del valor ecológico de estas especies. Sus aportaciones establecieron la importancia de preservar la polinización como servicio ecosistémico fundamental, mucho antes de que la reducción de polinizadores se volviera un tema crítico a escala global. La agronomía incorporó progresivamente este conocimiento para diseñar paisajes más favorables, diversificar bordes agrícolas y ajustar calendarios de manejo.

En conjunto, la obra de estos pioneros construyó una disciplina que hoy continúa expandiéndose al integrar genómica, inteligencia artificial y sensores de alta resolución. No obstante, sus intuiciones fundamentales permanecen vigentes: la agricultura no puede aislarse de las redes ecológicas que la sostienen, y cualquier intervención debe reconocer la extraordinaria complejidad del mundo de los insectos. De su legado emerge la convicción de que la entomología agronómica es, ante todo, una ciencia de relaciones, interdependencias y equilibrios dinámicos.

  • Réaumur, R.-A. (1734). Mémoires pour servir à l’histoire des insectes. Paris: Imprimerie Royale.
  • Say, T. (1824). American entomology. Philadelphia: Samuel A. Mitchell.
  • Riley, C. V. (1874). Third annual report on the noxious, beneficial and other insects of the State of Missouri. Jefferson City: Tribune Print.
  • DeBach, P. (1964). Biological control of insect pests and weeds. New York: Reinhold Publishing.
  • Von Frisch, K. (1967). The dance language and orientation of bees. Cambridge: Harvard University Press.
  • Wigglesworth, V. B. (1972). The principles of insect physiology. London: Chapman and Hall.
  • Crane, E. (1990). Bees and beekeeping: Science, practice and world resources. Ithaca: Cornell University Press.