Etapas fenológicas del cultivo de soya

Artículo - Etapas fenológicas del cultivo de soya

La soya (Glycine max (L.) Merr.) representa una de las especies agrícolas más estudiadas del planeta, no solo por su importancia económica, sino por la complejidad de su fisiología y su extraordinaria capacidad de adaptación. Su ciclo fenológico constituye un modelo de precisión biológica: una secuencia de transformaciones en las que la planta coordina su crecimiento vegetativo y reproductivo mediante una interacción continua entre genética, ambiente y manejo agronómico. La comprensión de estas etapas permite descifrar cómo un organismo vegetal convierte la radiación solar, el agua y los nutrientes en proteína y aceite, productos que sustentan buena parte de la alimentación humana y animal. En la soya, el tiempo no se mide en días, sino en decisiones fisiológicas que la planta toma ante cada estímulo ambiental.

El ciclo comienza con la germinación, cuando la semilla —estructura diseñada para resistir la inactividad— entra en contacto con humedad y temperatura adecuadas. Este proceso inicia con la imbibición, una absorción rápida de agua que reactiva enzimas como las amilasas, responsables de transformar el almidón en azúcares simples. La temperatura ideal se sitúa entre 25 y 30 °C; por debajo de 10 °C la germinación se ralentiza y por encima de 40 °C puede colapsar el metabolismo. En apenas 48 horas, la radícula emerge y se ancla al suelo, mientras el hipocótilo se curva para elevar los cotiledones, que funcionarán como primeras hojas fotosintéticas. En este punto, la simbiosis con bacterias del género Bradyrhizobium se vuelve crucial: estas colonizan las raíces jóvenes y forman nódulos radicales, estructuras donde ocurre la fijación biológica de nitrógeno, proceso que transformará el gas atmosférico en una fuente de nutrientes asimilables para la planta.

Una vez establecida, la plántula entra en la fase vegetativa, en la que la estructura del cultivo se define. Cada hoja trifoliada que emerge marca una nueva etapa de desarrollo, designada como V1, V2, V3, y así sucesivamente. Durante este periodo, la planta concentra su energía en la expansión foliar, la elongación del tallo y la exploración del suelo mediante raíces profundas y ramificadas. Este crecimiento está regulado por auxinas y giberelinas, hormonas que coordinan la división celular y el alargamiento de tejidos. El índice de área foliar —relación entre superficie de hojas y superficie del suelo— determina la capacidad fotosintética del cultivo, y su equilibrio es fundamental: un exceso de crecimiento vegetativo puede retrasar la floración y reducir la eficiencia reproductiva. La tasa de asimilación neta alcanza su máximo en esta fase, sustentando la futura formación de vainas y semillas.

En el corazón del crecimiento vegetativo, el sistema simbiótico adquiere protagonismo. Los nódulos, verdaderos microreactores biológicos, albergan bacterias que fijan nitrógeno a cambio de carbohidratos. Este intercambio energético se sostiene por la leghemoglobina, una proteína que regula el flujo de oxígeno dentro del nódulo, manteniendo un ambiente microaeróbico. Gracias a este mecanismo, la soya puede suplir hasta el 80 % de su demanda de nitrógeno sin fertilizantes sintéticos, lo que la convierte en un cultivo ecológicamente eficiente. Sin embargo, esta asociación simbiótica es sensible al estrés térmico y a la salinidad; temperaturas extremas o deficiencias de fósforo pueden reducir drásticamente la actividad de la nitrogenasa, limitando la disponibilidad de nitrógeno en etapas críticas.

El paso de la vegetación a la fase reproductiva se marca con la aparición de las primeras flores, evento designado como R1. En este momento, la planta responde al fotoperiodo, señal que regula la transición del meristemo apical hacia un estado reproductivo. La soya es una especie de día corto, lo que significa que inicia la floración cuando las noches se alargan. Este mecanismo asegura que la reproducción coincida con condiciones ambientales favorables para la formación del grano. La floración ocurre de manera gradual, comenzando en los nudos inferiores y avanzando hacia los superiores. Las flores, de corola blanca o púrpura, son hermafroditas y se autopolinan antes de abrirse completamente, garantizando alta eficiencia reproductiva. Sin embargo, el estrés hídrico o térmico durante esta etapa puede causar aborto floral y reducción del número potencial de vainas.

Tras la fecundación, la planta inicia la formación de vainas (R3), una de las fases más sensibles del ciclo. Aquí se establece el potencial de rendimiento, pues cada flor fecundada se transforma en una vaina con una a cuatro semillas. Este proceso implica una redistribución masiva de fotoasimilados desde las hojas hacia los ovarios en desarrollo, fenómeno conocido como translocación. El papel del potasio y el fósforo es determinante, ya que regulan el transporte de azúcares y la síntesis de proteínas. En paralelo, la planta mantiene un equilibrio inestable entre crecimiento vegetativo y reproductivo: las hojas aún fotosintetizan activamente, pero su función se subordina al llenado de las vainas. Si la disponibilidad de agua o nutrientes se interrumpe, la planta aborta parte de los frutos para preservar la viabilidad del resto, un mecanismo de autorregulación que optimiza la eficiencia biológica.

Durante la etapa de llenado de grano (R5 a R6), la fisiología de la soya alcanza su punto de máxima demanda energética. Las vainas crecen y las semillas comienzan a acumular almidones, aceites y proteínas, los principales componentes del grano maduro. En esta fase, la fotosíntesis foliar y la respiración del grano compiten por los mismos recursos; cualquier limitación en la radiación o en la disponibilidad hídrica reduce la transferencia de carbohidratos hacia las semillas. El proceso de remobilización de nutrientes cobra especial relevancia: el nitrógeno y el fósforo acumulados en hojas y tallos se trasladan hacia los granos, mientras la actividad de los nódulos disminuye gradualmente. La integridad de las hojas superiores es esencial, ya que constituyen la principal fuente de asimilados. Por ello, enfermedades foliares como la roya o el tizón pueden provocar pérdidas significativas de rendimiento si se manifiestan en esta etapa.

La madurez fisiológica (R7) se alcanza cuando las semillas completan su tamaño y el contenido de materia seca llega al máximo. La planta muestra signos visibles de senescencia: las hojas amarillean, los nódulos colapsan y el flujo de nutrientes cesa. En esta fase, el contenido de humedad de la semilla ronda el 50 %, y las vainas comienzan a perder su tonalidad verde. Posteriormente, en la madurez plena (R8), el grano adquiere el color característico de la variedad —amarillo, marrón o negro— y su humedad desciende por debajo del 15 %, punto óptimo para la cosecha. Retrasar la recolección más allá de este umbral expone el cultivo a pérdidas por dehiscencia o ataque de hongos. La calidad final del grano depende de la uniformidad de madurez y de las condiciones de secado; un exceso de humedad acelera la respiración y disminuye la concentración de aceite.

Lo notable del ciclo fenológico de la soya es la superposición de procesos. A diferencia de los cereales estrictamente secuenciales, la soya combina crecimiento vegetativo y reproductivo de manera simultánea: puede emitir nuevas hojas mientras llena sus granos. Esta coexistencia de fases exige una gestión agronómica precisa, donde el riego, la fertilización y el control sanitario se programan en función de los estadios fenológicos, no de fechas fijas. La plasticidad de la especie permite adaptarse a una amplia gama de ambientes, desde zonas templadas hasta tropicales, modulando la duración de cada fase según el fotoperiodo y la temperatura. En regiones cálidas, el ciclo puede completarse en 90 días; en zonas más frescas, puede extenderse hasta 150.

Cada etapa del desarrollo de la soya representa una decisión fisiológica: cuándo crecer, cuándo florecer, cuándo llenar. La planta no sigue un calendario impuesto, sino uno dictado por el equilibrio energético entre su entorno y su genética. Esa sincronía entre biología y ambiente explica su éxito global como cultivo. La fenología de la soya no es solo una cronología agrícola, sino una coreografía bioquímica que revela la elegancia del metabolismo vegetal. En sus fases —de la semilla dormida al grano maduro— se condensa la historia de una especie que aprendió a escuchar el pulso del clima para traducirlo en sustancia, proteína y vida.

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